Existe un lugar donde las pálidas luces del cielo nocturno alumbran una ciudad edificada en el recuerdo. Allá donde aún se cultivan los sueños en los campos de amapola y la risa infantil estalla entre las nubes en las noches de tormenta. El cadáver de un palacio encantado que se deja azotar por una cálida brisa que trae consigo el eco de melodías cuyas notas ya han sido olvidadas. Aquella ciudad, compuesta por angostas callejuelas y bulevares sin nombre que no llevaban a ninguna parte, yacía en la penumbra consumiéndose poco a poco como un cigarrillo en manos de un fumador que ha encontrado ya otro tipo de sustento con el que darse por satisfecho. Aquel lugar parecía estar enmarcado por un gran cartel luminoso en el que ponía la palabra “Olvido”, pero lo cierto era que, aunque la madera del tablón estuviese ya algo putrefacta y la tinta negra con la que estaban escritas las palabras que le daban nombre estuviese un poco emborronada por el paso de los años, aún podía leerse con bastante claridad: “Ciudad de la Navidad”. Ese era el único enigma que el pequeño Billie había logrado descifrar sobre la misteriosa ciudadela en meses y meses de investigación. Porque el pequeño Billie era un auténtico investigador, un investigador de los sueños. En una ocasión descubrió él solo una ciudad que se hallaba sumergida bajo las costas del continente africano. Hubo otra vez en que, junto con otro investigador al que él con su prodigiosa imaginación había decidido apodar Klaiton, descubrieron que en el fondo de un volcán, establecidos sobre una superficie de lava petrificada, vivía una población entera de unos extraños seres de espeluznante aspecto a los que les gustaba beber savia de corteza de árbol y bailar bajo la lluvia otoñal. Todos esos descubrimientos, y muchos otros que guardaba en secreto, ocupaban su mente las veinticuatro horas del día, en las que se dedicaba a planear y a escoger todo lo necesario para sus viajes nocturnos. Cuando caía la noche, el pequeño Billie estaba listo para partir. Cerraba los ojos, ansioso por sumergirse en alguna de sus alocadas fantasías y vivir otra trepidante aventura.
Sin embargo, hacía meses que estaba anclado en el mismo proyecto sin lograr avanzar, y eso empezaba a frustrarle por completo. “Ciudad de la Navidad”, “Ciudad de la “Navidad”, se repetía a sí mismo sin cesar tratando de imaginar qué secretos ocultaba aquel mausoleo de mármol. A veces imaginaba duendecillos corriendo de un lado para otro, nieve, renos, regalos y bastoncillos de caramelo, pero , al final, siempre descartaba la idea. No podía quedarse todo aquello en algo tan superficial. Aquella ciudad le sugería algo más allá de eso, algo más profundo. Él sabía que tenía que ser así. Esa manera de ver la Navidad, que le parecía surrealista y superficial, era propia de la gente sin alma a la que tanto odiaba. Las personas sin alma eran todas las que vivían de las mentiras, el engaño y la hipocresía barata, que normalmente vestían siempre con pulcros trajes de cachemir italiano y zapatos de charol; eran, los que en el mundo normal, podríamos denominar adultos. No es que fuesen así todos los adultos, pero lo eran la mayoría, y siempre andaban destrozando toda su creatividad y tratando de hacerle vivir en un mundo absurdo lleno de números, sintagmas y fórmulas químicas. Decían que vivía siempre en un mundo de fantasía, y en parte, tenían razón, pero si él había comenzado a vivir en un mundo paralelo al real, era porque aún no se había resignado a perder la pasión por la vida. En el mundo real, ya nadie conservaba pasión por nada. Todo el mundo parecía enfermo por la codicia, y hasta los más jóvenes parecían sentenciados a albergar un alma vieja y oxidada. Pero eso no le pasaría a él. Él entendía el mundo de manera distinta, todo lo miraba de manera subjetiva. Por eso sabía que la “Ciudad de la Navidad” era más que un montón de regalos apiñados en un trineo en el que estaba sentado un hombre de barba blanca y ojos bondadosos. Para empezar, estaba seguro de que allí no podían entrar los adultos. Tampoco los niños que tuviesen alma codiciosa o insolente. Solo tenía que mirar sus altos muros de mármol para comprender que allí no se admitía a nadie que no viese con el corazón más allá de lo que ven sus ojos. Aquella noche Billie se sentó en el suelo nevado a contemplar el aura de majestuosidad que desprendía la ciudad. Permaneció así toda la noche, inmóvil, interrogándola con la mirada. Al cabo de unas horas, la ciudad pareció por fin rendirse a descubrir a Billie sus secretos. Se abrieron las puertas con un chirrido que sonó parecido a la música de una carcajada infantil. Billie caminó hacia las puertas y se dejó envolver por un aura mágica…
Despertó un 25 de diciembre, aturdido como siempre ante aquel sueño que desde bien pequeño le había perseguido a lo largo de los años. Se levantó frustrado y comenzó a vestirse con desgana sin un ápice de prisa o emoción alguna. Siempre despertaba antes de que el sueño terminase, y siempre se quedaba con la misma sensación insatisfactoria en el cuerpo. Salió a la calle y comenzó a caminar, desilusionado, mientras los copos blanquecinos se enredaban en su pelo y le adornaban las facciones con unas graciosas canas que pronunciaban su expresión de cansancio y vejez.
Mientras iba caminando, oyó a unos niños muy pequeños discutir de manera exacerbada y se detuvo a escuchar su conversación durante un momento.
- ¡ Te digo que lo que montan no son camellos sino elefantes!
- ¿ Elefantes? ¡ No seas absurdo! ¿Cómo van a montar elefantes por el desierto?
- Te digo que sí, yo lo he visto. Los reyes magos cabalgan a lomos de un elefante con colmillos gigantescos. Es un elefante muy raro, porque es de color blanco, y solamente habla francés. Supongo que los reyes sabrán hablar muy bien francés, porque no sé si no como se entienden, la verdad. Bueno, el caso, que el elefante ese no es lo más raro de todo, si no los reyes magos. ¿Sabías que uno de ellos es mujer? Sí, una mujer, me lo ha dicho mi hermana. Y no vienen de un Oriente tan lejano, sino de uno que está cerca. Nindia, O India o algo así. Es un sitio donde hay muchos elefantes, creo. Y seguro que también hablan francés allí. También me ha dicho algo de no se qué de los regalos. Sí, sí. ¿Creéis que os los dan por ser buenos a que sí? Pues no. Pero no sé por qué, ella me explicó por qué…pero no lo entendí muy bien. Es muy raro todo eso de la Navidad. Mamá y papá dicen que es una fecha en la que hay que portarse bien y estar con la familia y comprar cosas. Pero a mí todo eso me parece muy raro. Yo creo que tiene que haber algo más.
Sofía Lozano
4º ESO
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