lunes, 29 de noviembre de 2010

Un mes de ilusión, once de esperanza

Todo oscuro. Polvo por todas partes. Y bajo un viejo colchón y un par de cajas de libros antiguos allí estamos. En nuestro escondite, donde esperamos durante todo un año y en el que nos encuentran siempre cuando llega la Navidad. Es como un refugio para nosotros: la familia de los ángeles, la de los osos, las bolas de navidad, las bombillas pequeñitas que se ponen en los árboles y esas familias que están incompletas desde hace tiempo a causa de algún infortunio: perros, niños pequeños o La temida escoba del día de la recogida del árbol. La reina de esta gran familia es la estrella de cinco puntas, a la que siempre miramos desde abajo.

Cuando llega la hora de salir de nuestro escondite, siempre hay una señal, que suele ser:

-¡Mamá, lo he encontrado! ¡Mamá, lo he encontrado!

Entonces, se abre la caja y un rayo de luz nos despierta. Y todos pensamos: “Llegó la hora.”

Nos bajan a un habitáculo bastante grande, donde se respira felicidad, alegría y amor. Unos pasitos se acercan y alguien asoma a la caja, sonríe, y empieza a sacarnos con cuidado, familia por familia. Cuando nos cuelgan del árbol, es cuando realmente empezamos a cobrar vida.

Estamos allí prácticamente durante un mes, vemos pasar a la gente, las bandejas de turrones y mazapanes, a nuestros amigos los Reyes Magos en la noche del 5 de enero, a los personajes del típico Belén navideño, al vecino que viene a felicitar la Navidad o a los grupos de niños que va de puerta en  puerta a cantar villancicos.

Un mes siempre se hace muy largo, y no solo se respira paz en nuestro árbol. Siempre hay rivalidades por ver a quien le ponen más arriba. Y estos conflictos se suelen generar entre los ángeles. Muy espectaculares, llenos de purpurina, grandes alas, bellos instrumentos de música, pero que luego no saben lucir… Una vez nos han colocado en el árbol, siempre tenemos que hacer cambios de sitio, ordenados siempre por la gran estrella de cinco puntas, que intenta colocarnos de tal forma que no haya ni la menor discusión entre nosotros. Y así permanecemos hasta que llega el día de la recogida del árbol.


Pero lo que más nos gusta de la navidad es oír a los niños pequeños corretear por los pasillos de la casa, sabiendo que tienen vacaciones, cantando villancicos, en pijama durante todo el día, y la ilusión con la que decoran la casa con ayuda de su madre. Pero lo mejor de la Navidad es la sensación que se tiene cuando un niño pequeño ve por primera vez que nosotros, los muñequitos del árbol, cobramos vida.

-       Mamá, creo que ese oso me ha guiñado un ojo.-

-       Mamá, las bolas de navidad parecen me sonríen cuando paso.-

-       Mamá,  esos ángeles se están peleando.-

Este tipo de frases son respondidas con un simple, pero muy convincente:

-¡Pero que tonterías dices!-

Y eso es lo que nos salva la mayoría de las veces, esa incredulidad que los adultos tienen, por el mero hecho de ser adultos. Los niños insisten, ellos no se rinden. Esos tirones de faldas, cada vez son más fuertes, a veces incluso, se sienten incomprendidos y lloran de rabia y gritan:

-¿No lo ves mamá? ¡Acaba de mirarme!

Pero una vez más, nadie es capaz de entender que los niños siempre dicen la verdad. Los niños tienen una mentalidad que poca gente llega a comprender. Les hacen ilusión las cosas más inesperadas, o se encaprichan con algo que no tiene apenas valor. Como cuando se le coge cariño a algo y lo guardas y piensas que lo vas a conservar siempre. Pero estas cosas no pasan, porque todo en este mundo se deteriora, hasta nosotros, los adornos más mágicos de la Navidad. Como yo, un osito, con un jersey de lana llena de pelusa, descosido por los bajos y un brazo arrancado desde hace un par de años. Pero nunca se deshacen de mí. Año tras año estoy en el árbol de Navidad en el mismo lugar, en la misma posición y con la misma cara de ilusión que el año anterior. Y esto se debe a que el pequeño de la casa decidió que yo iba a ser su adorno favorito, ése que aunque se esté cayendo a pedazos, seguirá estando en el árbol,  que la madre  coserá una, dos, tres y probablemente más veces y que reluce más que los ángeles o las bombillas por el hecho de ser el más querido. Esto hace que durante esos once meses que permanecemos guardados, yo desee salir, solo para poder recordar la primera vez que se asomó a la caja de adornos.


A mi particularmente no me gusta hacerles pensar a los niños que tenemos vida propia. Pero reconozco que cada vez que el pequeño de la casa  alcanza su mirada hasta la rama en la que estoy colgado y me mira a mi y no a cualquier otra figura brillante o más espectacular que yo, no puedo evitar sonreírle y guiñarle un ojo. Y cuando ese niño en vez de mirarme con cara de extrañeza, me devuelve la sonrisa, me hace sentirme extremadamente feliz. Más feliz que el día de Reyes, más feliz que cuando nos sacan de la caja después de un año de espera, más feliz incluso en el momento en que una familia te elige en una tienda entre un millón de adornos para que decores su árbol.

Pero, ¿por qué a mí? ¿Por qué yo, habiendo un millón de adornos que elegir? Piensa en lo que viviste. Piensa en lo que creías cuando eras pequeño.

PD: sigue creyendo.

Marta
4º ESO

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