martes, 14 de febrero de 2012

El proyecto Navidad


Paula Sánchez-Ferrero. 2º BACH. D

El pasillo semejaba la Castellana en hora punta; todos caminaban de la máquina de cafés a la fotocopiadora y de ésta a la oficina. Ellos con traje y corbata, el pelo engominado y los zapatos bien pulidos; ellas con un elegante traje de chaqueta y zapatos de tacón. A ojos de un desconocido, hubiera resultado imposible apreciar alguna diferencia que no estuviese directamente relacionada con el sexo de los presentes.  Sin embargo, entre sí parecían ser capaces de distinguir tanto a los compañeros como a sus superiores, pues nadie dudó en desearle los buenos días al señor Noel cuando atravesó aquella autovía con olor a papel y a zapato nuevo. Sus pasos resonaban por la estancia con tal seguridad y decisión que infundía temor el siquiera pensar en interrumpirlos. Saludando con un leve movimiento de cabeza, logró atravesar el corredor y llegar a su destino. Quienes se encontraban entorno a la mesa se pusieron en pie y le tendieron la mano. En cuanto dieron por finalizados los formalismos, comenzó la reunión.
-Bueno, Jesús –comenzó el recién llegado mientras se arrellanaba en su asiento-, ¿estás seguro de que sabes lo que haces? Llevamos años como socios en este proyecto al que hemos denominado “Navidad”; ¿vas a dejarlo así sin más?
-Cierto que llevamos muchos años trabajando juntos y no me arrepiento en absoluto de lo que hemos conseguido, pero me temo que no puedo apoyarte esta vez en tu nuevo plan –repuso tajante el señor Reyes.
-Mira, no te voy a negar que te necesito, la idea de crear “Navidad” fue de ambos y eres el único que creo que ha captado su sentido al cien por cien. No voy a obligarte, pero deberías saber que es sin duda lo que más te conviene. Desconozco qué es lo que tienes en contra de mi programa, pero has de saber que sólo traerá felicidad y alegría en las fechas que hace ya tiempo planeamos que serían las indicadas.
-¿Alegría? –repitió Jesús extrañado- ¿De veras pretendes hacerme creer que la felicidad basada en fiestas, regalos y, en definitiva, en el consumismo va a aportar el tipo de satisfacción que buscábamos cuando acordamos crear la empresa? No, eso sólo logrará destruir aquello por lo que llevamos años luchando.
-¿Y qué pretendes, mantener la idea de la familia feliz que se reúne sin motivo aparente cada 25 de diciembre para comer? –inquirió con tono sarcástico- En esta nueva campaña le estoy dando a la población un motivo que les lleve a mantener la idea que tanto nos costó asentar en el pasado. Con el tiempo, las familias dejarán de realizar esta celebración si no inventamos algo que les “obligue” a mantenerla. Y, ¿qué mejor que regalos para alcanzar el propósito? He inventado hasta a un personaje fantástico que les entregará los presentes a los niños: Papá Noel. No está bien que yo lo diga –bromeó entre susurros-, pero mi apellido vende.
-El consumismo creará personas egoístas y sin dimensión moral a las que no les importará más que lo material. Cuando fundamos la empresa lo hicimos con el único objetivo de unir a las familias, y tu plan conseguirá disgregarlas.
-Muy bien –desistió el señor Noel-, veo que es imposible hacerte entrar en razón, así es que te agradecería que te marchases. Te daré tu parte ahora mismo, aunque, respecto a los trabajadores, no estoy muy seguro de que haya muchos que te acompañen; hasta ellos son capaces de discernir cuál es la opción más rentable.
-Por eso no te preocupes, ya me encargaré de encontrar a nuevos empleados que accedan a constituir conmigo una sociedad sin ánimo de lucro… como se suponía que era esta.
-¡Deja de ser tan moralista, ¿quieres?! El mundo no es así.
-El mundo será como nosotros nos encarguemos de que sea.
Y, tras esas palabras, recogió sus beneficios y se marchó.

Siglos después, una gigantesca multinacional se alzaba en la ciudad bajo el nombre de “Noel, creador de sueños e ilusiones”. A apenas unos pocos kilómetros de distancia, la competencia, representada por una sociedad no lucrativa y de tamaño mucho menor con el nombre de “El verdadero sentido de la Navidad (Sociedad Cooperativa)”. Los beneficios y retribuciones que había estado obteniendo la empresa del ya difunto Tomás Noel se habían ido multiplicando con el paso de los años y constituyendo organizaciones de mayor influencia mundial. Sin embargo, el actual empresario, Gaspar Noel, que era tanto jefe como dueño del capital, estaba atravesando por una situación de serias penurias debido a que una grave crisis mundial estaba diezmando la economía del país. El proyecto “Navidad”, que tanto éxito y buena acogida había tenido en el pasado, se mostraba ahora como una utopía para los pobres ciudadanos que a duras penas lograban llegar a fin de mes. Los activos de la compañía fueron desapareciendo a una velocidad abrumadora, así como los beneficios se tornaron en números negativos como por arte de magia. En estas circunstancias, Gaspar, con el mayor de los pesares y un imborrable sentimiento de culpa en el pecho, se vio obligado a cerrar la empresa ante la inminente quiebra. De esta forma, en vísperas de la fecha señalada, tanto él como otros cientos de trabajadores estaban en la calle, con lágrimas en los ojos por haberlo perdido todo.
Gaspar, con el remordimiento gritándole en la mente por haber destruido aquello que su familia había mantenido durante siglos, caminó calle abajo con la mirada perdida. De pronto, escuchó cómo alguien echaba la cerradura de una puerta y, como un acto reflejó, miró en su dirección. Había estado paseando con tal distracción que ni siquiera se había percatado de que había ido a parar frente a la empresa de su más peligroso competidor. Melchor Reyes, que conocía a la perfección la historia de sus antepasados y los problemas que había habido entre ellos, reconoció sin problemas a Gaspar Noel, que lo observaba con los ojos cristalizados por su desafortunada situación. De todos era sabido las dificultades económicas por las que estaba atravesando la multinacional y la inminencia de su cierre. Así pues, movido por el gran corazón desinteresado que había caracterizado a todos los Reyes, Melchor acudió a tomar asiento en la acera junto al parado.
-El consumismo, así como la economía, es inestable. Si piensas que tu empresa ha quebrado por una mala dirección, olvídalo de inmediato. No te mortifiques con eso, mi antepasado ya se lo dejó bien claro al tuyo: nada que esté relacionado con lo material reporta la verdadera felicidad.
-Me temo que reconocer eso sería estar yendo contra todo lo que me han enseñado desde pequeño, pero… ¿a quién pretendo engañar? Es innegable que estás en lo cierto. No hay más que ver cómo nos hemos quedado para dar tu razonamiento par válido.  El auténtico sentido del proyecto “Navidad” debe estar basado en algo permanente, inmortal.
-En efecto. ¿Y no son acaso el alma humana, la moral y la conciencia los únicos elementos que cumplen tales condiciones? –preguntó Melchor retóricamente- Tienes suerte: gracias a que la gente no se puede permitir comprar en estos momentos tiene más tiempo para dedicarlo a su familia, y eso sólo significa para nosotros más trabajo, más vacantes, y más contratación –comentó tendiéndole la mano-. Podéis incorporaros en cuanto finalicen las fiestas.
-¿Eso… -comenzó con voz quebrada y el gesto iluminado por la satisfacción- significa que somos socios? Porque, si es así, te aseguro que no te arrepentirás. Tengo muchos proyectos en la mente. Somos unos genios por separado, ¡imagínate trabajando juntos! –aseguró Gaspar cada vez más deprisa por la emoción- Y se me acaba de ocurrir una idea fantástica: ¿qué te parece si inventamos un nuevo personaje para estas fiestas?, Papá Noel ya está muy visto. Nosotros somos genios, así es que, ¿por qué no jugar con eso y nuestros nombres? ¿Qué te parece… los Reyes Genios? No, queda un tanto extraño. Pero… ¿y magos? Los Reyes Magos: Melchor y Gaspar –gritó pletórico-. Aunque no me gusta demasiado que sean una pareja, falta un tercero. Sí, deberían ser los tres Reyes Magos: Melchor, Gaspar y… bueno, ya idearemos al último. ¿No es una idea fantástica?
Melchor no pudo por menos que reír y contestar:
-No te sacias, ¿eh? Bueno, no te culpo del todo, supongo que lo llevas en la sangre.
-Es muy buena. Venga, ¿qué dices?
   -¿Que qué digo? –rió- Feliz Navidad.

Divina inconsciencia

Laura Rivera. 2º BACH. A

Amanece, que no es poco, en el Imperio en el que una vez no se ponía el sol, y en el que hoy la palabra “reivindicación” se escucha más que los buenos días.
Dios, Buda, Alá, Zeus, o como tenga usted a bien llamarme, abre un ojo. Y cuando el Ente abre un ojo, es porque le han despertado. Digo el Ente porque así me llamo cuando tengo crisis de personalidad como ahora. No hay que ser un genio para saber que, cuando se despierta al Ente, malo. Como buen Ente que soy, solo abandono voluntariamente mi letargo celestial cuando recibo la visita de algún dictador que necesite un especial correctivo o cuando el mundo anda excesivamente despistado y le doy un empujoncito al próximo bebé. No me mires así, que estaba claro que Einstein, Dalí y Bruno Mars tenían que venir de alguna parte.
A lo que iba. Los humanos, que son inconscientes en extremo sobre las consecuencias catastróficas para ellos que tendría un mal despertar mío, me sacan de mi letargo cada vez más a menudo. Y cuando cierto colectivo de inconscientes a los que considero por encima de la media en cuanto a privilegios usa en exceso la palabra “quiero” seguida de un “algo” en lugar de un “alguien”, se acercan peligrosamente a desencadenar esas consecuencias fatales.
Como os decía, acaba de hacer acto de presencia en cierta zona mi amigo Ra, y ya han conseguido interrumpir mi divino descanso los inconscientes. Quiero que se acabe la crisis. Quiero la independencia. Quiero que haya sanidad privada. Quiero que mi país no se desbarajuste. Quiero que haya sanidad pública. Quiero que reformen la educación. Quiero que me toque la lotería. Quiero que quiten el Bolonia. Quiero irme a otro país a estudiar. Quiero que le caiga un ladrillo en la cabeza a Rubalcaba. Quiero que ganemos las elecciones. Quiero que bajen los precios. Quiero que mi profesor se quede calvo, para que aprenda. Quiero que suban los precios. Quiero que le caiga una maceta en la cabeza a Rajoy. Quiero que Andreita se coma el pollo de una vez. Quiero aprobar selectividad. Quiero que Dios escuche mis plegarias (já). Quiero el acercamiento de los presos. Quiero que todos los votos valgan lo mismo. Quiero, quiero, quiero, quiero.
Me planteo seriamente concederles a todos una afonía permanente. Y tengo una idea brillantemente divina. Cada uno va a tener lo próximo que me pida. Verás que bien. Tras un bostezo digno de un Óscar (que para algo soy El Ente), me dispongo a retomar un descanso que considero más que merecido.
Hay una segunda cosa que también me despierta involuntariamente. Si un número suficiente de inconscientes piensa algo a la vez, ese pensamiento suena alto en mi cabeza divina. Si además es una petición, suena muy alto. Si además comienza con el famoso “quiero”, digamos que el nivel es ensordecedor.
A pesar de la cantidad de decibelios que soporto en estos momentos, no puedo menos que sonreír, con algo de mala idea, lo admito. Son tan maleables estos humanos. Quiero que todo vuelva a ser como antes. Si ya lo sabía yo. Echo un vistacillo: en una España que ahora sería solo Españ, ya que le faltan ciertas dependencias, la sanidad no es pública ni privada, con lo cual no hay; el sistema educativo se ha reformado pero no se ha implantado la reforma, con lo cual no hay; la lotería le ha tocado a medio país, con lo cual tocan a cantidades ridículas; ha habido un aumento significativo de casos de calvicie repentina en miembros del profesorado de colegios e institutos…
Me aguanto las ganas de concederles la petición a mi manera, que sería que todo fuese como antes… de que los inconscientes desarrollasen el sistema fónico, y me limito a sorprenderme una vez más de lo agudo que estuve al inculcar a estos humanos eso que llaman “psicología inversa”. Tu dale a un inconsciente lo que pide, que en un rato te pedirá lo contrario.

Un suspiro divinismo devuelve a estos reivindicadores su crisis, sus peleas por la independencia o no, y sus políticos charlatanes. Si es que no se aclaran. Con lo fácil y bonito que sería pedirme que se respetasen los Derechos Humanos o algo así, y resulta que antes de dormirme otra vez aún me da tiempo a escuchar a un despistado que va y suplica: “quiero que el Madrid gane al Barsa este sábado”.  Lo que hay que oír. 

(Sin título)


Jaime Videgain. 1º BACH.

-¿Por qué? ¡No me da la gana!
-¿Qué no entiendes, Manchini?
-No sé porque debería dar mis juguetes viejos a los pobres, ¡si todavía molan!
-Porque ya están viejos y no los usas.
-Pero son míos.
-Es Navidad, Manchini .Hay que compartir.
-No quiero.
-¿Por qué, papá?
-Porque Papá Noel no les suele traer regalos a los pobres.
-¿Y eso por qué, papi?
-Porque los duendes no pueden hacer regalos para todos.
-¿No les caen bien a los duendes los pobres?
-A ver, Manchini, sí que les caen bien, pero no les da tiempo.
-¡Pero si tienen todo el año!
-Ya pero…
-¿Y por qué no les regalan un año sí y otro no a los pobres?
-¡Porque Papá Noel no existe! ¡Son los padres! Es todo una gran mentira. Pero es por el bien de los niños pequeños, para que tengan ilusión. A todo el mundo le traen regalos sus padres. ¿Entiendes? Y vamos a darles a los niños pobres tus viejos juguetes porque es Navidad, una época dónde se nos hipnotiza a todos a base de publicidad, fiestas y buenas esperanzas, para que gastemos.
-¿Papá Noel eres tú?
-Sí, Manchini.
-¿Y no les puedes ir a dar regalos a los pobres?
-No, porque entonces tú te quedarías sin.
-Vale, papá

A través de los espejos de tu mente


Sofía Lozano. 1º BACH.

La calle tenía ese aspecto que tienen todas las calles por la noche, como si el hombre que las pintó por primera vez las hubiese abandonado a merced de la más absoluta suciedad y las hubiese condenado irreflexivamente al olvido.  La pequeña Abbie recorrió una vez más aquel mundo misterioso habitado por espejos que ella misma había inventado, sintiéndose de nuevo desolada al comprobar, que una noche más, su cielo carecía de estrellas. Su dulce destello, antes fuente inagotable de inspiración y protagonista siempre de los mundos utópicos de los que normalmente escribía, se había ido desvaneciendo hasta llegar a un punto en que Abbie ya no supo distinguir si la incandescente claridad que antiguamente le otorgaban había simplemente palidecido, o esta vez, se había apagado por completo. Decidió dirigirse con resignación a aquel que de todos aquellos espejos sucios y polvorientos era, indudablemente, su favorito, ya que constituía, por encima del resto, el mejor de los portales que solía utilizar para trasladarse a sí misma a aquellos mundos de fantasía que, en el mundo natural, habríamos llamado “cuentos”. A medida que caminaba entre todas aquellas estatuas de vidrio que simulaban un cementerio de espeluznantes sombras gigantescas en la penumbra de la noche, no pudo evitar sino recordar con añoranza cada uno de los cuentos que aquellos portales le habían ido mostrando a lo largo de sus escasos años, entre los que habría habido, aunque desconocidas, auténticas obras maestras de la literatura universal. Estaba claro pues, para Abbie, que había llegado ya la hora de abandonar aquella tierra plagada de ensueño, puesto que su propia agudeza se había rebelado contra ella pasando de ser una tierna alucinación adolescente a constituir la peor y más feroz de todas las quimeras imaginables. La realidad, en toda su triste y escalofriante dimensión, había comenzado a inundar uno a uno cada recoveco de aquel universo paralelo que Abbie creía que solamente ella podía conocer, para ser infestado por una peste gravemente contagiosa que se zafaba con uñas y dientes a los huesos de sus tobillos y la empujaba hacia aquella tortura que  había comenzado a manifestarse incluso en el reflejo que le ofrecían aquellos portales suyos. Así que cuando Abbie vislumbró en su espejo favorito aquella imagen que desde hacía seis días le acechaba en todas partes, (el tiempo exacto que había pasado desde que Cassie había comenzado su viaje hacia el mundo del más allá), no pudo evitar sino sentir una triste derrota que terminó por absorber hasta la más última gota de su fuerza vital. Era, en efecto, una imagen terrorífica, parecida a una especie de nebulosa de descargas eléctricas multicolores que se encontraba suspendida entre el universo en el que habitaban los seres humanos y otro muy distinto: el universo del más allá, semejante a un agujero negro, que absorbía todo cuanto se encontraba a una distancia poco prudencial. Todos los seres que quedaban suspendidos en esta nebulosa, entre los que se encontraba su hermana, tenían la opción de elegir entre estos dos mundos, si bien era cierto, según la hipótesis formulada por Abbie, que muchos de ellos simplemente se iban alejando atraídos por la fuerza gravitatoria del “más allá”, y no eran capaces de regresar nunca al mundo de los seres humanos, en donde miles de corazones quebrados esperaban anhelantes a que sus queridos náufragos interestelares regresaran a casa. Aquella noche, Abbie no pudo evitar resignarse a la idea de que su viajera particular se hubiese marchado para siempre, por lo que decidió, escribiendo como epitafio un único verso de despedida, dejar de intentar hallar solución en sus propias niñerías a aquello que era más grande que su propio espejismo inventado,  para dejar actuar a las fuerzas de la naturaleza, a las que desde hacía meses, se había visto obligada a llamar “médico cirujano”.                                                                        “Y si pudiera traerte un regalo, pequeña, te traería un cielo plagado de estrellas”.
Miró tristemente a su hermana por última vez con ojos plagados de sueños, y con una lágrima que apenas hubiese podido ser vislumbrada de haber habido alguien más en la sala dada la escasa iluminación, se dispuso a salir de la habitación. Besó su frente con nostalgia al recordar las aventuras que juntas habían inventado, y esperando el instante exacto en que el Gran Reloj de la ciudad londinense anunciaba las 12 de la Nochebuena, soltó un último suspiro de tristeza que se vio interrumpido por el súbito estruendo que hizo al caer un marco que había en la pared opuesta de la habitación. Este, se había roto en mil pedazos que se esparcieron por la sala, en cada uno de los cuáles podía verse reflejado un rinconcito distinto de la alcoba. Apresurándose a recoger aquel desastre de mal augurio, Abbie se agachó para recoger cada uno de los cristales, de forma que, al elevar uno de ellos inconscientemente por encima de su cabeza, este pasó a reflejar la imagen de una Cassie diminuta que descansaba entre sábanas blancas apenas iluminada por un rayo de luz que se filtraba por la persiana. Y como una revelación dada por la primera campanada de la noche vespertina, Abbie tuvo una idea que se apresuró a llevar a cabo, movida por la misma sensación que la empujaba a escribir sus cuentos cuando veía reflejadas sus historias en los espejos de su mente.
Abalanzándose sobre su hermana, tratando de cuidarla con el mayor tacto posible con que le permitían actuar sus temblorosas manos, la sentó cómodamente en una de esas sillas rodadoras y la sacó apresuradamente de la estancia, asegurándose previamente de que no había nadie que pudiera obstaculizar su camino. Volaron juntas, Cassie y Abbie, como habrían hecho en otros tiempos, a través de los pasillos interminables de aquel castillo níveo y desmesuradamente grande, hasta que, tras diez tramos de escaleras bajados a trompicones, una ráfaga heladora de la primera nevada invernal caló a las dos chiquillas hasta los huesos, mientras que Abbie, ebria de locura y bondad sincera, empujaba a su hermana como podía a través de los caminos de hielo, comprobando de cuando en cuando que la gruesa manta de lana aún cubría sus enflaquecidos miembros de niña. Llegadas ya a la entrada del parque en donde antes jugaban a pintar castillos de aire inocentes en medio del deshielo, Abbie hizo un último esfuerzo para empujar a Cassie a la parte más alejada del parque, desde donde se obtenía una vista panorámica de toda la ciudad. En el instante en el que sonó la última campanada, todas las luces de la ciudad de Londres se alumbraron a la vez, como si todas las viviendas de la capital se hubiesen ruborizado a un mismo tiempo al divisar la tierna escena que dibujaban las dos hermanas.  Y como si solamente si hubiese tratado de un sueño de una noche cualquiera, la hermana de Abbie abrió los ojos tras seis días de errar por un universo de horizontes infinitos para encontrarse de cara a un firmamento artificial plagado de luces.  “Y si pudiera traerte un regalo, pequeña, te traería un cielo plagado de estrellas”. Puesto que el conjunto de todas aquellas luces no era sino la luz de la Navidad, cuyo destello, tantas veces fuente de inspiración inagotable, había sido capaz de atravesar los espejos de tu mente, marcando de nuevo el camino de regreso al mundo de los hombres para aquellos cuyo opaco recuerdo persiste en no ser olvidados.

La verdadera Navidad


Belén Alonso López. 1º ESO C

La nieve cubría los valles de aquellas cordilleras que se escondían bajo la niebla. De las chimeneas salía un humo que se iba moviendo con el viento formando figuras extrañas y que iban cambiando. Los niños jugaban alegremente en las calles y de las cocinas de las casas salía un olor parecido al de las galletas de anís y de pavo relleno. Todo esto lo miraba Christian desde su ventana. Lo que más le llamaba la atención era que sus amigos no se pasaban por su casa a jugar a la consola o que ya no hablaban del nuevo juego que él tenía y de cuando se lo dejaría. Suspiró. Seguía sin entender porque la gente quería tanto a la Navidad. Como ya se había pasado el juego, decidió salir al centro comercial, a ver si tenían algún videojuego que estuviera a su nivel.
Al llegar al centro comercial le entró un terrible dolor de cabeza y un gran enfado, ya que no paraban de sonar los villancicos de siempre, la gente llevaba unos gorros de lo más graciosos y cargaban con cajas de regalos. Se abrió paso a empujones hasta la tienda de juegos, pronto pudo ver el origen de aquel colapso: era una gran cola de niños que esperaban para pedirle a Papá Noel sus respectivos regalos. Como no le apetecía sufrir toda la fila para poder pasar, decidió acortar colándose y luego torcer a la derecha. Su plan no salió como esperaba, pues al intentar pasar desapercibido delante del señor de rojo, este le cogió del cuello del chaquetón y le arrastró hacia su regazo.
– ¡Eh!, que yo no soy un niño pequeño -intentó librarse Christian, ya que le podría haber confundido por su baja estatura. Todos los presentes se le quedaron mirando.
– Pues parece que aquí alguien quiere pedir algo -respondió Papá Noel.
– Pues me parece que no -le espetó el chaval-, lo único que quiero es bajarme de aquí. Dicho esto, bajó del regazo de aquel señor bajo la mirada atónita de los niños. Llegó a la tienda y buscó en los estantes, no encontró nada y aún más enfadado que antes, se dirigió a su casa, pero esta vez por la salida más alejada de Papá Noel.
Al llegar a su casa, tiró el abrigo sobre su cama. Al caer, sonó algo parecido a una caja de plástico con algo dentro. Aquel ruido le sonaba mucho así que decidió ver que era. En el bolsillo de su chaqueta se hallaba un juego de Play Station de lo más raro, pero como no tenía nada más que hacer, lo insertó en la ranura y comenzó a jugar. El juego no tenía objetivo concreto, es más, no pudo crearse un usuario al empezar. Fuera, comenzó una tormenta de nieve.
En el momento que estaba disparando a un ser maligno, se le estropeó la consola. Se acercó con cuidado, ya que la consola desprendía chispas y hacia ruidos extraños. Al acercarse, el aparato explotó y una onda expansiva lo empujó para atrás y se golpeó contra la pared quedando inconsciente.
Cuando se despertó, estaba en un lugar lejos de su casa. Hacía mucho frío y estaba oscuro. Lo único que le resultaba familiar, era el olor a galletas de anís. A lo lejos vio una luz y decidió acercarse. Cuando se estaba aproximando empezó a oír una cancioncilla navideña que no le daba dolor de cabeza. Cerca de la casa -que era de un tamaño considerable- comenzaba un camino guiado con luces de colores y con árboles de Navidad que parecían tener vida propia. Cuanto más cerca estaba de la casa, más acogido por su calor se sentía. Al llegar a la puerta, encontró un timbre y llamó. Le abrió la puerta un ser pequeño y delgado que llevaba un gorro de lo más estrafalario que hacían conjunto con sus calcetines. Tenía una nariz respingona y unos ojos saltones. Le miró con un rostro intimidador que hizo que Christian y el duendecillo se quedaran sumidos en un incómodo silencio. Después de eso, la criaturita se echó a reír y le dijo:
– Buenas tardes Christian, no te esperábamos tan pronto -y le hizo un gesto para que le siguiera.
El duende, que parecía saberse la casa (que en realidad era una fábrica) como la palma de su mano le guió por innumerables pasillos. De las puertas decoradas con un gusto bastante divertido salían unas notas de la canción que había oído el chaval desde el exterior. Al final de interminable pasillo se hallaba una puerta de grandes proporciones, decorada con el mismo estilo que las demás. Al abrirla emergió del interior un fabuloso olor. No estaba seguro de lo que era, pero le recordaba a su pasada infancia. En su interior se encontraba un salón muy colorido, luminoso y agradable. Había una serie de muebles que parecían hechos a mano y sin saber mucho de carpintería. En uno muy ancho, estaba Papá Noel sentado. Sus gafas de media luna le colgaban en la nariz. El señor sonrió e hizo palmaditas sobre el brazo de su sofá, invitándole a sentarse y le dijo:
– La verdad Christian, es que no se si sabes el significado de la verdadera Navidad -habló Papá Noel-
– ¿Los regalos? -preguntó el joven. Al ver que el anciano negaba, continuó- ¿el aguinaldo, tal vez?.
Pero el sabio tampoco asintió. Le cogió de la mano y le llevó hasta el interior de una de las puertas estrafalarias. No le sorprendió ver a cientos de duendes trabajando haciendo regalos, pues estaban en la víspera de Navidad. Pero la visita no acababa allí, Santa le llevó a su despacho y le mostró un horario, en el decía: Fabricar nieve/ Hacer regalos/ Cortar árboles/ Acicalar a los renos... La lista era interminable y como el chico no comprendía Papá Noel le mostró un papel lleno de borrones. La letra era ilegible pero pudo leer: Lista Negra y en primer lugar Christian Torres. Aquello lo comprendió y miró a Santa.
– Mira chico, los duendes fabrican la nieve y los regalos para que la gente disfrute pero el hechizo no se completa si una persona no cree -el chico lo entendió y asintió-.
Así, Christian prometió creer y no volver a estar jugando en casa cuando sus amigos estuvieran jugando fuera. Contento con él, Papá Noel le dio un bastón de caramelo y pronto el niño se sintió adormilado. Se despertó en su casa al día siguiente y buscó en el interior de su calcetín. Sus regalos eran: una bufanda, unos guantes y un gorro como el de los duendes. También encontró una nota de Santa que decía: “No sabía si tenías protección contra el frío, disfrútalos”.
En un minuto, Christian estaba tirando bolas de nieve con sus amigos, vestido con la bufanda, los guantes y el gorro que le había regalado Santa Claus.