Sofía Lozano. 1º BACH.
La calle tenía ese aspecto que tienen todas las calles por la noche, como si el hombre que las pintó por primera vez las hubiese abandonado a merced de la más absoluta suciedad y las hubiese condenado irreflexivamente al olvido. La pequeña Abbie recorrió una vez más aquel mundo misterioso habitado por espejos que ella misma había inventado, sintiéndose de nuevo desolada al comprobar, que una noche más, su cielo carecía de estrellas. Su dulce destello, antes fuente inagotable de inspiración y protagonista siempre de los mundos utópicos de los que normalmente escribía, se había ido desvaneciendo hasta llegar a un punto en que Abbie ya no supo distinguir si la incandescente claridad que antiguamente le otorgaban había simplemente palidecido, o esta vez, se había apagado por completo. Decidió dirigirse con resignación a aquel que de todos aquellos espejos sucios y polvorientos era, indudablemente, su favorito, ya que constituía, por encima del resto, el mejor de los portales que solía utilizar para trasladarse a sí misma a aquellos mundos de fantasía que, en el mundo natural, habríamos llamado “cuentos”. A medida que caminaba entre todas aquellas estatuas de vidrio que simulaban un cementerio de espeluznantes sombras gigantescas en la penumbra de la noche, no pudo evitar sino recordar con añoranza cada uno de los cuentos que aquellos portales le habían ido mostrando a lo largo de sus escasos años, entre los que habría habido, aunque desconocidas, auténticas obras maestras de la literatura universal. Estaba claro pues, para Abbie, que había llegado ya la hora de abandonar aquella tierra plagada de ensueño, puesto que su propia agudeza se había rebelado contra ella pasando de ser una tierna alucinación adolescente a constituir la peor y más feroz de todas las quimeras imaginables. La realidad, en toda su triste y escalofriante dimensión, había comenzado a inundar uno a uno cada recoveco de aquel universo paralelo que Abbie creía que solamente ella podía conocer, para ser infestado por una peste gravemente contagiosa que se zafaba con uñas y dientes a los huesos de sus tobillos y la empujaba hacia aquella tortura que había comenzado a manifestarse incluso en el reflejo que le ofrecían aquellos portales suyos. Así que cuando Abbie vislumbró en su espejo favorito aquella imagen que desde hacía seis días le acechaba en todas partes, (el tiempo exacto que había pasado desde que Cassie había comenzado su viaje hacia el mundo del más allá), no pudo evitar sino sentir una triste derrota que terminó por absorber hasta la más última gota de su fuerza vital. Era, en efecto, una imagen terrorífica, parecida a una especie de nebulosa de descargas eléctricas multicolores que se encontraba suspendida entre el universo en el que habitaban los seres humanos y otro muy distinto: el universo del más allá, semejante a un agujero negro, que absorbía todo cuanto se encontraba a una distancia poco prudencial. Todos los seres que quedaban suspendidos en esta nebulosa, entre los que se encontraba su hermana, tenían la opción de elegir entre estos dos mundos, si bien era cierto, según la hipótesis formulada por Abbie, que muchos de ellos simplemente se iban alejando atraídos por la fuerza gravitatoria del “más allá”, y no eran capaces de regresar nunca al mundo de los seres humanos, en donde miles de corazones quebrados esperaban anhelantes a que sus queridos náufragos interestelares regresaran a casa. Aquella noche, Abbie no pudo evitar resignarse a la idea de que su viajera particular se hubiese marchado para siempre, por lo que decidió, escribiendo como epitafio un único verso de despedida, dejar de intentar hallar solución en sus propias niñerías a aquello que era más grande que su propio espejismo inventado, para dejar actuar a las fuerzas de la naturaleza, a las que desde hacía meses, se había visto obligada a llamar “médico cirujano”. “Y si pudiera traerte un regalo, pequeña, te traería un cielo plagado de estrellas”.
Miró tristemente a su hermana por última vez con ojos plagados de sueños, y con una lágrima que apenas hubiese podido ser vislumbrada de haber habido alguien más en la sala dada la escasa iluminación, se dispuso a salir de la habitación. Besó su frente con nostalgia al recordar las aventuras que juntas habían inventado, y esperando el instante exacto en que el Gran Reloj de la ciudad londinense anunciaba las 12 de la Nochebuena, soltó un último suspiro de tristeza que se vio interrumpido por el súbito estruendo que hizo al caer un marco que había en la pared opuesta de la habitación. Este, se había roto en mil pedazos que se esparcieron por la sala, en cada uno de los cuáles podía verse reflejado un rinconcito distinto de la alcoba. Apresurándose a recoger aquel desastre de mal augurio, Abbie se agachó para recoger cada uno de los cristales, de forma que, al elevar uno de ellos inconscientemente por encima de su cabeza, este pasó a reflejar la imagen de una Cassie diminuta que descansaba entre sábanas blancas apenas iluminada por un rayo de luz que se filtraba por la persiana. Y como una revelación dada por la primera campanada de la noche vespertina, Abbie tuvo una idea que se apresuró a llevar a cabo, movida por la misma sensación que la empujaba a escribir sus cuentos cuando veía reflejadas sus historias en los espejos de su mente.
Abalanzándose sobre su hermana, tratando de cuidarla con el mayor tacto posible con que le permitían actuar sus temblorosas manos, la sentó cómodamente en una de esas sillas rodadoras y la sacó apresuradamente de la estancia, asegurándose previamente de que no había nadie que pudiera obstaculizar su camino. Volaron juntas, Cassie y Abbie, como habrían hecho en otros tiempos, a través de los pasillos interminables de aquel castillo níveo y desmesuradamente grande, hasta que, tras diez tramos de escaleras bajados a trompicones, una ráfaga heladora de la primera nevada invernal caló a las dos chiquillas hasta los huesos, mientras que Abbie, ebria de locura y bondad sincera, empujaba a su hermana como podía a través de los caminos de hielo, comprobando de cuando en cuando que la gruesa manta de lana aún cubría sus enflaquecidos miembros de niña. Llegadas ya a la entrada del parque en donde antes jugaban a pintar castillos de aire inocentes en medio del deshielo, Abbie hizo un último esfuerzo para empujar a Cassie a la parte más alejada del parque, desde donde se obtenía una vista panorámica de toda la ciudad. En el instante en el que sonó la última campanada, todas las luces de la ciudad de Londres se alumbraron a la vez, como si todas las viviendas de la capital se hubiesen ruborizado a un mismo tiempo al divisar la tierna escena que dibujaban las dos hermanas. Y como si solamente si hubiese tratado de un sueño de una noche cualquiera, la hermana de Abbie abrió los ojos tras seis días de errar por un universo de horizontes infinitos para encontrarse de cara a un firmamento artificial plagado de luces. “Y si pudiera traerte un regalo, pequeña, te traería un cielo plagado de estrellas”. Puesto que el conjunto de todas aquellas luces no era sino la luz de la Navidad, cuyo destello, tantas veces fuente de inspiración inagotable, había sido capaz de atravesar los espejos de tu mente, marcando de nuevo el camino de regreso al mundo de los hombres para aquellos cuyo opaco recuerdo persiste en no ser olvidados.
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