Todos en la aldea decían que era un castigo de los dioses, pero yo, una vez más, pensaba diferente. Aquella noche de luna nueva un nacarado tigre de bengala se había adentrado en nuestra aldea, destrozando las cabañas y llevándose la mayor parte de nuestra comida y respeto, para volver a enterrarlos bajo las tinieblas verde-oscuras que nos rodeaban. En mi opinión, el tigre tenía hambre y seguía su instinto, en la de mis compañeros, un demonio había estado espiando nuestros sueños mientras dormíamos.
A mis diez años de edad, no conocía más mundo que el que me dejaban ver las fronteras salvajes y borrosas que se tragaban el sol cada día, las mismas desconfiadas que se alejaban de mi cada vez que trataba de darlas alcance.
Había nacido en tierras africanas, en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, pobre a los ojos de la economía, inmensamente rica para mí. Era un reino de ocres y verdes pálidos, cubierto de una interminable manta de arena roja que por las noches rugía y a veces incluso te lamía los pies. Eran tierras prendidas en el olvido, tierras de nadie. Donde cada uno era su propio rey, donde todos éramos vasallos de todos, donde los leones se camuflaban con el horizonte. Las historias se susurraban entre las piedras, los árboles solitarios arrancaban breves destellos de sombras transparentes, los pájaros se deslizaban entre jirones de aire caliente.
Algunas tardes de mucho calor, cuando el crepúsculo nos teñía de violeta, olía a flores marchitas y tardes de domingo, y la tierra, palpitante, se evaporaba. Mientras tanto, este mundo se perdía en la anhelante mirada de un niño limitado por un reino sin límites.
Fue esa misma noche, cuando decidí ir más allá de lo que me alcanzaba la vista. Según me había contado mi madre, el mundo es mucho, mucho más grande. Y en un lugar mucho, mucho más grande, tiene que haber mucha, mucha más belleza ¿Verdad? Pues en eso se basaba el desequilibrado objetivo de un viaje que se apoderaría de mi vida, en buscar la belleza.
Una década más tarde, había recorrido ya cientos de tierras, todas parecidas a la mía, todas diferentes, pero ninguna tan hermosa. Recuerdo como si fuera ayer el día en que me monté en un pequeño bote lleno de personas y angustia, y crucé un tal estrecho, en busca de lo que pretendían ser tierras ricas y desarrolladas.
Pero cuando llegué ahí, me encontré con un dinamismo frustrante al que mis pupilas no estaban acostumbradas. Las tierras eran puntiagudas, a veces rectangulares, envueltas en un olor ácido y sonidos estridentes. El aire era picante y gris, y la gente, picante y gris también.
Lo que más me sorprendió fue que todos buscaban incansablemente algo (aun no he descubierto el que). Se movían de un lado a otro tratando de darle alcance, a veces como búfalos en una estampida. Incluso en sueños lo hacían, y cuando creían tenerlo, desaparecía.
Yo, sumido en mi objetivo, me quedaba quieto rompiendo una eterna cadena de prisas, contemplando la vegetación domesticada que salpicaba las calles, como recortaban las casas altas la espesura de las nubes, como bailaban las estrellas sobre sus cabezas cuando creían no ser vistas.
¿Y ellos que hacían? Me miraban como si estuviese loco. Supongo que para una cadena bien organizada no ayudaría un eslabón que contemplara pedazos de puestas de sol. Porque eso era yo ahora, un eslabón, pero uno diferente, que en vez de actuar, observaba. El problema es que cuanto más observaba, más sufría. Allá donde yo nací, cada elemento que existía era bello y especial en sí mismo, simplemente por ser lo que es. Aquí, la belleza se escondía tras las farolas y bajo las aceras, pero en los hombres, era difícilmente reconocible. Todos iban a la caza de una felicidad inexistente, tratando de camuflar sus vanos efectos con más búsqueda, más dinamismo, más intentos absurdos de desplegar y replegar la complejidad de la existencia, ahogándose en una ciudad que se enredaba sobre sí misma y les arrastraba a ellos consigo.
Me hubiese encantado poder explicarles que la verdadera felicidad se escondía en su interior, que la verdadera belleza está en la contemplación de la vida en el movimiento humano, en la eternización de los segundos y olvido de los minutos. Pero sé que nadie me escucharía, y aunque lo hiciesen, nada cambiaría, porque desde su infancia nunca han entrado por una puerta con la mente abierta. Están entrenados para considerar que solo ocurre lo que tiene que ocurrir.
Pero un día, todo cambió. De repente, todos se volvieron como yo. Todos disminuyeron el ritmo, se pararon a pensar, se abrazaron, sonrieron a la vacuosidad del tiempo, se olvidaron inexplicablemente de la corriente de velocidad que arrastraba sus vidas. Las mujeres se arreglaban y pintaban, los hombres trataban de ajustarse antiguos trajes de chaqueta, brindaban con abrazos y bebían ilusión. Reían, charlaban, soñaban. Ahora sí levantaban la cabeza y señalaban estrellas, que disimulaban quietas, riendo a destiempo.
Estaba maravillado, habían llenado la ciudad de millones de tintineantes lucecitas, que, orgullosas, desafiaban la oscuridad invernal. Suaves copos de nieve volaban entre nosotros, amontonándose desordenadamente, dando una increíble sensación de aplastante pesadez albina, que contrastaba con la vacuosidad de mi niñez, y casi (remarco el casi) la superaba en belleza.
Mi estupor iba en aumento cuando las personas se quedaban absortas mirándolos, esas mismas personas que pasaban todos los días bajo frases escritas por pájaros migratorios y ni siquiera se volvían a mirarlas, que saltaban por encima del hombre que moría de hambre en la calle, que ignoraban que el espejo no les reflejaba realmente a ellos, que morían a cada paso que daban, arrastrando consigo la dignidad humana. Esas mismas personas, entusiasmadas por la caída de nieve en polvo a sus pies.
Al fin me enteré de que ese día, por las causas que fuesen, se denominaba día de Navidad, y se deseaban felicidad los unos a los otros, y se detenían a contemplar la exquisitez de la existencia, y se ponían guapos tanto por fuera como por dentro, y se hacían regalos, y creían en la magia, y se dedicaban a querer a los demás. Porque ese día, todo era bello, y cada uno era especial.
Entonces fue cuando llegué a la conclusión de que la raza humana no estaba tan perdida. Sueña con que vuela cuando en verdad no deja de caer, una y otra vez, pero su (al fin y al cabo) inteligencia, les ha llevado a crear un día en el que se viva tumbados. Porque desde el suelo, todo se ve diferente. Porque sin la necesidad constante de llegar a alcanzar un alto punto incierto, el hombre puede respirar, y el niño puede reír de nuevo. Fue entonces cuando me acordé del tigre que había atracado mi hogar, y al cual sigo respetando desde el primer momento. Él no tenía problemas de prisas, tiempos y silencios, él vivía en constante armonía con su entorno y consigo mismo. Seguía su instinto y el resto no importaba. Así pues, vivía en una continua y larga Navidad. Pero, ¿no es parte de la Navidad, el entusiasmo de vivir un día irrepetible, que solo se da cada tantas lunas, que se reserva para no dejarnos llevar del todo por la espiral en la que nos sumergimos? ¿No está formado en parte por la consecuencia positiva del sufrimiento?
Así fue como yo, nómada vocacional y observador oficial de la belleza, descubrí la Navidad, y me di cuenta de que la mayor belleza del mundo, invisible a los ojos, se encuentra sepultada en lo más hondo de cada persona. Y a veces, solo a veces, renace de sus cenizas provocando esa inmensa paz, esa increíble sensación de ser querido, creando niños de adultos, personas de monstruos, viajeros de niños. Creando el famoso día de Navidad.