jueves, 31 de marzo de 2011

A corazón cerrado

A corazón cerrado cuando el alma
se hace verso y el silencio palabra
dejo que el viento hable y que me abra
mis dos pupilas rotas en la calma


de este alba que vuelve a ahogarse en tinta
por dos almas que se aman pero juegan
a esconderse, a mirar cómo se ciegan
en su luz. Y la muerte corre, esprinta.


Y medio muerto, medio ciego estoy
pasando a ras de verso por tu lado
susurrando al presente y al pasado


que no escondan el mañana donde voy
pues sin ti ya ando solo y condenado
a escribir a corazón cerrado.

Ignacio Aranguren. 2º Bachillerato A

El cuento sin fin

Había una vez, hace no demasiado tiempo, una casa. A simple vista, parecía una casa normal, pero, en realidad, era especial.
En esta casa vivía Juan, un muchacho soltero, con su perro, que derrochaba alegría, Sancho. Era un perro de tamaño pequeño, bastante rápido, (a decir verdad), y no era un perro verde, pero se acercaba bastante. Y es que Sancho tenía unas características especiales; él no era normal.
Sus ojos parecían tener un bote de luz dentro. Alumbraban más que una bombilla. Y sus orejas, ¡AY!, sus orejas... parecían dos deliciosas cataratas de chocolate rozando el suelo.
A Sancho le gustaba saltar; bueno, más bien, pegar brincos. Y otra de sus características especiales era que podía caminar sobre sus patas traseras (...)

Un día, Juan fue a pasear a Sancho a un escalofriante parque.
Digo escalofriante, porque los árboles eran feos, y no se movían con el viento.
Digo escalofriante, porque el banco de arena en el que normalmente juegan todos los niños en los demás parques, parecía de cenizas después de haber encendido una buena chimenea.
Digo escalofriante, porque en él no había niños saltando, niños riendo, o niños jugando.
Asustados, Juan y Sancho volvieron a la extraña casa en la que vivían. En el camino de vuelta, encontraron un libro, más parecido a una biblia que a un libro normal, pues tenía un gran grosor. Lo cogieron y rápidamente entraron en casa.
Y, ahora que me acuerdo, os digo por qué la casa era extraña; era extraña porque parecía tener vida propia, parecía que te abrazaba, haciendo todo más acogedor, más bonito, más tranquilo, más silencioso.
Cuando, ya tumbados en el sofá, abrieron el libro y empezaron a leer, se quedaron un poco impresionados. Y es que el libro parecía que con las mismas palabras escritas, les estuviera hablando a ellos.
Les decía que, al encontrarlo, debían guardarlo en una mochila, tirarla al río, y que fuera arrastrado por la corriente, como si nadara.
El caso es que, en unos años, ese mismo libro, sería encontrado por otra persona, con un perro extraño, irá corriendo a esa misma casa, será leído, y esto se repetirá, y se repetirá, y se repetirá.
Y lo más emocionante, es que el siguiente, podría ser cualquiera de nosotros.

María Pereda Escola. 1º ESO A

Un golpe de suerte


Esta historia se sitúa en el año 1937, cuando España estaba viviendo la Guerra Civil, donde luchaban padres contra hijos, hermanos contra hermanos, primos contra primos, amigos contra amigos. Rubén era uno de los pocos médicos que aún conservaba la vida en la provincia de Zamora. Esto se debía a que al bando contrario no le convenía que tuviesen médicos que curasen las heridas de los soldados, y por ello los perseguían hasta matarlos. Y la razón por la cual él seguía vivo no era otra que un amigo suyo, tiempo atrás, le había recomendado que, si tocaban al timbre, él nunca abriese la puerta, que siempre fuese su mujer o sus hijos quienes lo hicieran, y que nunca contestase al teléfono. Rubén había seguido su consejo y hasta aquel momento le había ido todo bien. Cientos de personas acudían a verle con todo tipo de heridas: desde las muy graves, como feas quemaduras producidas por un incendio o una bomba o personas a las que les faltaba un miembro por una reciente batalla; hasta otras de menor importancia como una herida mal curada. Su trabajo lo mantenía muy ocupado, tanto que ya casi no tenía tiempo para su familia. Sin embargo, tanto su mujer como sus dos hijos lo comprendían y lo aceptaban.
 La noche en la que le llamaron era una noche normal, sin nada fuera de lo común. Se encontraba cenando en el comedor de su pequeña pero acogedora casa, rodeado por su familia, cuando el teléfono comenzó a sonar. Siguiendo el consejo de su amigo, su mujer se levantó y respondió.
–¿Sí?... ¡Oh!... ¡Dios mío! Sí, sí, enseguida se pone.–insegura, se volvió hacia Rubén y le tendió el teléfono.
 Él se levantó y contestó.
–Hola, soy el doctor Rubén Fernández…
–¡Doctor, qué bien que le he pillado en casa! ¡Ha ocurrido algo horrible, señor! ¡Tiene que venir de inmediato a casa de la señora López!–respondió apresuradamente la persona.
–Está bien, está bien, cálmese y dígame exactamente lo que ha pasado.
–Sí… Verá, no sé si lo sabrá, pero ha habido un bombardeo, señor. Desafortunadamente la señora López se encontraba dando un paseo por la zona y ha resultado gravemente herida –le contestó.
Rubén frunció el ceño, extrañado. No sabía nada de que había habido un bombardeo, y eso ya era extraño, se dijo. Él era médico por lo que, ¿cómo es que no le habían avisado antes?
–Está bien… ¿pueden traer a la señora a mi clínica o prefieren que vaya yo a su casa?
–Si no es demasiada molestia, señor, nos gustaría que viniese usted aquí. Nos da miedo que el moverla pueda empeorar sus heridas.
–De acuerdo, enseguida voy para allá.
–¡Muchas gracias, doctor!
Cuando colgó, Rubén se volvió hacia su familia y les contó lo sucedido.
      –Debo ir inmediatamente. Una quemadura no es ninguna tontería. –dijo mientras recogía su abrigo, su bufanda y su sombrero.
 Justo cuando iba a salir por la puerta, su mujer le interceptó y le dedicó una mirada preocupada.
       –No te preocupes, no me pasará nada –la tranquilizó él, dedicándole una sonrisa.
Después salió a la calle, donde nevaba con mucha fuerza, se protegió con la bufanda y se dirigió a la casa de la señora López. Ésta era ya una señora mayor a la que él atendía a menudo porque se solía quejar de dolores de espalda. No le extrañó el hecho de que ella hubiese salido a pasear a pesar de que eran tiempos extraños para salir a darse una vuelta, porque él mismo era quien se lo había aconsejado. Sin embargo, seguía preocupado porque no le hubiesen avisado antes del bombardeo o, directamente, porque no lo hubiese notado, ya que las bombas hacían mucho ruido y se oían sirenas ir y venir. Tan concentrado estaba en sus cavilaciones que no se dio cuenta de que en la acera contraria había una mujer mayor que caminaba muy despacio. Si no fuese porque ella giró la cabeza un segundo y lo vio, habría pasado de largo sin reconocerla.
–¡Doctor! ¡Doctor! ¿Qué hace usted fuera a estas horas? ¿Es que no sabe que es peligroso?- preguntó en tono burlón.
–Pe…Pe…Pero… ¡Señora López! –exclamó, reconociéndola– ¿Cómo es posible? ¡Pero si me acaban de llamar diciéndome que estaba usted herida gravemente!
–¿Yo? Oh no, doctor, ¿es que no me ve? Yo estoy perfectamente. Bueno, para serle sincera, tengo un gran dolor en la pierna derecha, pero que yo sepa eso no es muy grave –dijo ella mirando al infinito–. Alguien debe de haberle tomado el pelo, doctor, que es usted muy inocente… Bueno, que ya es muy tarde. ¡Nos vemos mañana doctor!
 Se despidió ella dando media vuelta y reanudando su marcha.
–Dios mío… ¿qué diablos está pasando aquí? –se preguntó Rubén, confundido.
 Sin embargo, decidió que era mejor volver a su casa. ¿Quién sabe qué había pretendido aquel hombre al llamarle?
  Cuando llegó a su casa no les contó nada de lo sucedido a sus hijos, pero se llevó a su mujer aparte para explicarle todo lo que había pasado. Cuando terminó, vio en sus ojos el brillo de una sospecha, pero ella no contestó a sus preguntas. En cambio, le abrazó con fuerza y le dijo que había tenido mucha suerte. Él no entendió del todo el significado de sus palabras hasta el día siguiente, cuando le anunciaron que dos de sus compañeros médicos habían muerto en la calle donde vivía la señora López de un disparo en la cabeza.

Marta Carrasco y Fonseca. 3º ESO